Julio 2022
Es un día de invierno particularmente helado, con el frío mordiendo y escarcha en la copa de los árboles. A pesar de lo cual… lo disfruto. Porque, salvo el canto de algún que otro gallo y un par de flojos ladridos de perros allá a lo lejos, la palestra está en silencio.
Es en verdad una hermosa mañana. Nada falta, nada sobra. Incluso hasta con lo gélido de la atmósfera ayudando a recordar lo que es sentirse vivo. Sensación que se ve reforzada cuando, al terminar las dos primeras rutas, el Sol se aparece y definitivamente entramos en ritmo. Paz, armonía, disfrute, amor. Todo lo necesario para recomponer el ánimo tras una semana estresante.
Hasta que… se aparecen dos escaladores más. Quienes, tras saludar de lejos, sacan un parlante de la mochila y ponen la canción del artista de moda; ese cuyo “arte” (mezcla de reggaeton, hip-hop y trap) se podría entender si no fuera porque canta con una papa en la boca.
Pronto los notorios deeh-deeh-deeh-daaáh del temita retumban por el lugar, sin dejar pájaro, ratón o gusano indiferente. Momentos precisos en los que uno de los recién llegados se acerca y, con toda su buena onda de paz hippie chilena, me pregunta con profunda voz pachamámica:
Fuerte metáfora
O sea… O sea… O sea…
O sea, sí imbécil. Me molesta que llegues con tu “música” a arruinarme el día. Y sí; me molesta aún más que a tu cerebro de mandril no se le ocurra que, si realmente te importara, me habrías preguntado ANTES de prender el parlante. Y sí; me revienta también que si llego a ser honesto (y decir que efectivamente me molesta), ahora seré yo el visto como el intolerante; con mis amigos mirándome con ojos censuradores para a continuación hacerme la clásica pregunta de “¿qué música prefieres entonces?”. Lo que es, por decir lo menos, un esperpento de lógica porque, como sobre gustos no hay nada escrito, es imposible colocar un tema que les guste a todos todo el tiempo. Por no mencionar que ese tampoco es el asunto de fondo, porque el enojo no viene por escuchar una canción que no me guste, sino que por ver arruinado algo que hasta la llegada de tales energúmenos era un preciado bien común (este lugar, en silencio).
Falta de respeto que es igual a que un tipo llegue, se tire un peo hediondo al lado mío y luego me pregunte si me molesta si se tira otro.
De la escalada al ciclismo…
Por supuesto, algunos argumentarán que el hecho que el individuo en cuestión se haya acercado para “preguntarme”, reflejaría que existe en él cierta noción de lo que son las buenas maneras…
Pero, si lo piensan bien, tal interpretación no cambia en nada el carácter de mala educación de todo el asunto (ser “medio educado” no es la “mitad de educado”, es solo “menos mal educado”). Que además como gesto aporta cero, porque el 90% de quienes se aparecerán por la palestra más tarde pondrán música igual, haciendo del lugar una feria rasca en donde cada grupo competirá por imponer “su” tema. Sin ninguno de ellos siendo capaz de entender que el principal problema que se produce cuando hay masificación, no es tanto el mal hábito individual en sí, sino cómo este se ve repetido tantas veces como ineptos haya (un papel higiénico botado en el suelo pasa; 30 mil, no).
Una tendencia que, en todo caso, no solo se está dando en el mundo de la escalada, sino que también se observa en otros deportes al aire libre. Con montañistas, ciclistas o caminantes moviéndose con parlantes prendidos porque, supongo, con ello harán más intensa “su” experiencia. Claro, a costa de arruinar la de los demás y, de paso, crear una nueva amenaza a un ecosistema frágil y a un tris de la extinción.
Y del campo a la ciudad
Esta falta de educación no es solo acerca de la música y tampoco exclusiva a las áreas silvestres. Las ciudades, bien lo sabemos, han demostrado ser crisoles protectores de atroces conductas en cuanto a lo que es la contaminación acústica. Los ejemplos abundan: militantes con bombos y cornetas para darle RCP a su causa, negocios con parlantes hacia la calle con la idea de aplastar la oferta de la competencia, predicadores con equipos de sonido para asegurarse que ningún pecador se les arranque, salas de espera con televisores a máximo volumen mostrando la insufrible letanía de los matinales, clases grupales en los gimnasios con ritmos a todo chancho para motivar a levantar el trasero ídem (y después se lamentan que los profes estén sordos)… ¡hasta los vendedores ambulantes del metro ahora usan amplificadores!
Pero el caso que ya me terminó por reventar, y que ilustra perfecto esta estupidez social, es la reciente costumbre de las grandes tiendas de retail por colocar en el local un tipo con un micrófono para vociferar en tu oído las últimas ofertas: “¡SEÑORA!, ¡CABALLERO!; nooo olvideeee; ¡de ocasión!; ¡LLEVE YA!; ¡A SOLO TRES MIL PESOOOSSS!; calzoncillos de polar Osito Peludín Pin Pín, para que sus chicos no pasen frío”. Gritos que hacen imposible concentrarse en lo que realmente se necesita y que, de paso, arruinan la experiencia de comprar (no me gusta decirlo de esa manera, pero eso es). Todo llevando a preguntarme si al ejecutivo con diploma MBA-UC que implementó tal brillante iniciativa, no se le ocurrió pensar que, por vender 3 calzoncillos jetones más, miles de personas dejarán de ir a la tienda.
Sin embargo, eso no es lo peor de todo. La misma estrategia, el mismo ejecutivo y el mismo holding… ¡jamás implementarían tal medida en sus locales de La Dehesa, Trapenses o Las Condes!
Lo que nos lleva a otro gran tema.
Otra fuerte metáfora
Un creciente conjunto de literatura académica está respaldando la noción que hay una relación inversamente proporcional entre “educación” y “ruido”. Un vínculo que sería de carácter tan directo que, si estuvieran disponibles los datos de la bulla que se produce en una casa, perfectamente se podría predecir el desarrollo social de quienes la habitan (todo basado en el supuesto que, mientras más educado se es, más valor se le debería dar al respeto por el otro).
Una hipótesis que, a pesar de no ser una sorpresa para cualquier persona que hubiera visto mundo, no es tan fácil de probar debido a la compleja participación de factores tales como ingreso económico, grupo familiar, idioma o raza (muchos serían ruidosos no por ser “pobres”, sino por pertenecer a una cultura más “exuberante”). No obstante, tras depurar, filtrar e interpretar, la correlación explicada surge nítida: la contaminación acústica tiene un gradiente social que ubica, en su extremo mayor, a los menos aventajados (dicho en chileno, los cumas meten ruido).
Por supuesto, se entiende que lo anterior no implica que tales grupos son los que generan escándalo o sean necesariamente a los que les guste más la estridencia (típicamente la música, especialmente Arjona). En muchas ocasiones, es nada más porque tales sectores no tienen opciones para influenciar el desarrollo urbano de su entorno. A diferencia de los grupos socioeconómicos más pudientes, quienes sí tienen el dinero y poder para desplazar hacia otras comunidades aquellos proyectos que les son vistos como indeseables (basureros, cárceles, boulders). Con lo cual se continúa el ciclo de agravar desigualdades, destruir oportunidades y perpetuar problemas (el metro en los barrios altos es subterráneo; en los demás, superficial).
¿El ruido? El ruido es solo una tontera más dentro de la tontera general.
Al final, siempre es el respeto
Ahora (mal de muchos, consuelo de tontos), el descrito problema es tan universal que ni siquiera las naciones más avanzadas han podido resolverlo. Solo por mencionar un ejemplo, en la misma Europa el 15% de la población está expuesta constantemente a un ruido que, según la OMS, ya es dañino para la salud humana (por sobre los 55 decibeles). Con nuestro país siguiendo su añeja tradición de copiar para quedar a medio camino; como con la música, en donde lo aceptable socialmente es pedir que esta no sea fuerte, cuando en rigor lo correcto sería que no se pudiera colocar (¿recuerdan ese cartel en los buses que decía algo así como que se podía poner la radio siempre y cuando no molestara?).
Blah, blah, blah…. Mucha elaboración para algo que en realidad es más bien simple. Yo no estoy abogando aquí por la imposición del retiro monástico como estilo de vida, ni tampoco estoy predicando acerca de la bondad de participar en meditaciones de 10 días con yoga, ayahuasca y silencio para así poder ver como las piedras crecen. No. Es otra cosa lo que planteo: que colocar música al lado de una persona es una falta de respeto. Per se. Tangos o rancheras, antigua o moderna, fuerte o baja, preguntes o no. El acto en sí es agresivo y revelador de una grosera carencia de educación en quien lo acomete. Una consideración que cualquier persona “razonable” tendría presente, pero que por razones que se me escapan… a los chilenos no les da para entenderlo.
Por eso, tarado, me da lo mismo tu vida, tus problemas y tus gustos; si te quieres reventar los tímpanos y vivir el resto de tu vida con sordera o tinnitus, allá tú. Pero, por favor, la próxima vez que quieras escuchar tu ritmo inspirador para llegar al siguiente plano mientras escalas, caminas o pedaleas, no te acerques a preguntarme si me molesta la canción de aquel rapero que habla de revolución desde su casa con helipuerto. Simplemente metete la mano al bolsillo y… ¡PONTE AUDÍFONOS!
Imbécil.

 


 

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