Por supuesto, la mayor parte de ustedes ya se estará abrigando con la tibia cobija del “a mí esto no me pasa”, porque, hey, ustedes están en control, ¿no? Son personas adultas que no deben dar explicaciones a nadie y nadie les dice lo que tienen que hacer. ¿Cierto?
Bueno… Siendo honestos, los hechos demuestran otra cosa. Con las estadísticas señalando que el 80% de los chilenos son extremadamente pasivos en la forma de cómo administran su tiempo libre; saturándoseles este con millones de burradas no propias que están obligados a cumplir por una y mil razones diferentes.
¿No me creen? OK. Entonces déjenme mencionar un par de “obligaciones” en donde, si estuvieran realmente empoderados, perfectamente podrían dejar de lado y usarlo en algo que realmente les fuera más útil. Como, por ejemplo, el día de la madre.
Sí, sí, sí. Ya sé. Basta mencionarlo para que inmediatamente se pongan en estado de alerta prestos a empalarme, echarme bencina y prenderme fuego. Lo cual demuestra perfecto lo exitoso que ha sido una perversa dinámica que crea una falsa dicotomía que alimenta un chantaje emocional. Sácate una frase.
Partamos admitiendo que esta festividad no tiene nada de malo en sí porque, gil, ¿quién podría estar en contra de celebrar a la madre? El problema viene por otro lado: de cómo un día común y corriente se ha transformado en uno cuasi sagrado gracias a la no tan sutil presión de quienes se benefician con su comercialización. Coalición de intereses que, en los hechos, crea un carro de la victoria del cual nadie puede quedarse abajo, so riesgo de ser visto como un detestable ser humano. Con la misma madre siendo víctima de una publicidad que no deja de machacarle veladamente que, si el imbécil de su hijo o hija no se aparece ese día con un regalo, es porque no te quiere.
Dilema que no solo es falso, sino que además revela estupidez social al no centrarse en el problema de fondo: que la preocupación por las madres debe ser un ejercicio constante; cuando ella lo necesita y también cuándo no. Sin necesitad de un día “especial” para conmemorarla. O sea, los malcriados que tratan pésimo a su mamá, sin quererla, atenderla o proveerla, ¿creen que justo apareciéndose ese mañana con un una cajita de bombones y unas pantuflas pajeras podrán borrar todo lo mal obrado en los restantes 364 días del año?
Pero, claro, a ver qué te dice tu madre si es 10 de mayo y no te apareces porque andas escalando.
Con los cumpleaños es distinto pero igual.
De partida, debo admitir que nunca entendí el porqué de la sideral excitación que estos producen, toda vez que a partir de cierta edad el asistir a uno de ellos es más bien motivo de llanto (no de risa) dada la creciente cantidad de arrugas, canas y rollos del celebrado y de los decrépitos que se aparecen ese día.
Además, como sabiamente Doña Elena decía, el asunto está mal planteado porque a quién habría que conmemorar en tal fecha no es al sujeto en cuestión, sino que a su madre. A fin de cuentas es ella la que sufrió por horas para dar luz al susodicho cabezón tras meses de molestias, limitaciones y sobrepeso (y todo por un mísero minuto de placer… con suerte).
Pero la más importante razón por la cual los cumpleaños están sobreevaluados, es que… no tienen nada de especial. A diferencia de lo que sucede cuando se va a escalar o subir un cerro, en donde se generan historias y epopeyas nuevas, ir a un cumpleaños es como ver una vieja película en donde nada nuevo pasa y nada nuevo ocurre. Reuniéndose los mismos tipos de siempre, para reírse de las mismas añejas anécdotas y con la misma cara de simulado asombro del festejado por una fiesta sorpresa que tres meses antes ya sabía le harían. Una dinámica en donde todo huele a naftalina y, seamos honestos, en donde la alegría tiene algo de artificial; medio obligada. En el sentido que hay que estar alegre porque, bueno, es un día especial. Y como es un día especial, hay que estar alegre.
Cuando los verdaderos días alegres, aquellos que uno recuerda por siempre, tienden a llegar solos. Espontáneamente.
Miren, no nos vamos a ver la suerte entre gitanos aquí. Escalar, subir cerros, realizar expediciones ¡o incluso el boulder! (retro Satanás) son actividades tan vitales para quienes las realizan, que justifica plenamente considerarlas como un estilo de vida; no un “hobby”. Consecuentemente, es fundamental sincerar su importancia a quienes nos rodean si es que queremos darle sustentabilidad en el largo plazo a tales relaciones, para lo cual se ha de llevar a cabo el más simple y básico de los ejercicios: comunicarse. De verdad. Con quienes amamos, a quienes nos importan. Para crear un terreno fértil donde se pueda decir lo que realmente se quiere hacer y que eso no genere una hecatombe emocional en nadie; algo así como “cariño, te amo pero me voy al cerro mañana aunque sea nuestro aniversario”.
Sin embargo, por supuesto, no lo que hacemos los chilenos; los campeones mundiales del buenismo. Esto es, tratar de quedar bien siempre con todos y viviendo con la ilusión que se puede hacer todo. Siendo que con tal postura lo único que se logra es frustrarse, no tener desarrollo individual, vivir las vidas de otros y quedar prisionero de decisiones tontas que después, ya de viejo, se lamentan.
Además, algo que me da rabia, estos “buenistas” olvidan que tener tiempo libre es un privilegio; no algo garantizado. Muchos no pasan por buenos momentos y no tienen las oportunidades o las holguras para ser proactivos al respecto. Familiares delicados de salud, estrecheces económicas, problemas laborales, amores perdidos, graves lesiones o un sin número de otras circunstancias que golpean sin dejar alternativas. Situaciones en las cuales no hay espacio para el ocio o estas reflexiones, y en donde hay que poner el pecho al frente y luchar a brazo partido con coraje.
Pero, para el resto… ¿No ir a escalar ese día porque justo se celebra el día de la corneta?
Por favor.
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