Simpatizando con el diablo

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Narciso en su egocentrismo mirando su reflejo.

Por Camilo Castellanos

Todos los años, desde por lo menos el 2010, me he propuesto encadenar un 5.13. Todos los años planifico cómo voy a realizar el entrenamiento, qué ruta puede ser la elegida, si tengo o no que bajar de peso… Todos los años he entrenado y superado el nivel que tenía, pero no he conseguido mi objetivo. Lesiones, estudios, trabajo, etcétera, han impedido que consiga este sueño que he tenido desde que comencé a escalar.

El año pasado estuve a un movimiento de lograrlo. A un solo movimiento de encadenar “Simpatía por el diablo”, 5.13b en las Chilcas. Me caí cuando solo me quedaba el paso para salir del crux y comenzar una sección fácil que conocía de memoria.

Ese año salí de la universidad y sabía que si existía un momento para conseguir este grado era en ese vacío que se produce mientras se busca trabajo. Mandar currículums por días a todas las empresas, en mi caso canales de televisión y diarios, para que la respuesta sea un silencio abismal por meses. Pero eso no me preocupaba, tenía el tiempo para entrenar y, más importante, tenía el tiempo para ir a la roca.

Cuando comencé a escalar hace más de 10 años en Suesca, Colombia, la ruta más difícil era “High Tec” un 5.13c. Yo, con 14 años, sin que existiera cultura de entrenamiento en esa época en Colombia y luchando en 5.9s hasta que mis antebrazos se inflaban como si les inyectara aire a presión, veía los 5.13 como una meta inalcanzable de la que solo había historias de algunos pocos héroes locales. Historias que en mi mente eran como una lucha épica difuminada entre la bruma, ya que no había videos que registraran los encadenes y nunca había visto a nadie ni siquiera tratando esas rutas. De ahí viene la obsesión por escalar un 5.13, una obsesión que, como todo lo que representan los grados de escalada, se resume al ego del escalador, a mi propio ego.

Suesca

Las rocas de Suesca a una hora de Bogotá, Colombia.

Cuando llegué a Chile en el 2006 las cosas eran diferentes. Había un grupo de personas que se paseaban por los 5.13s, ya se había escalado 5.14 y el entrenamiento era habitual. Yo me uní a las personas que iban al Gimnasio el Muro varios días a la semana, gastando horas del día en subir y bajar rutas para ganar resistencia, hacer ejercicios con pesas, abdominales y, en muchos de los casos, el contacto con la roca era casi nulo. Mi nivel fue aumentando con los años, 5.11, 5.12a, 12b, y llegaron las lesiones. Ruptura parcial del tendón del músculo supraespinoso en el hombro, eslap del bíceps, me mejoraba de un hombro lesionado después de 10 meses de kinesiología, entrenaba tres meses, y me lesionaba el otro. A eso se sumaba el estudio. El colegio y luego la Universidad no me dejaban ir tanto a roca y el entrenamiento se resumía a los días en que tenía un tiempo libre.

Creo que comenzar a escalar en Suesca me ayudó a no desmotivarme. Esta zona, a una hora de Bogotá, Colombia, es un farellón de roca de kilómetros de largo, con vegetación colgando como barbas y árboles de varios metros de alto en la mitad de las rutas, donde en una vía se puede encontrar fisuras, placas, techos; donde las rutas son en su mayoría de tradicional o mixtas y donde las chapas de un 5.9 pueden estar a más de seis metros de distancia. Aprendí a disfrutar la escalada en sus diferentes estilos y sin que la dificultad fuera lo más importante.

Esto fue un contraste con lo que encontré en Chile. Algunas personas que no te trataban bien o no te ayudaban con un papeo si no se daban cuenta de que eras un escalador fuerte y la motivación, en muchos casos, se limitaba a buscar un mayor grado. Poco a poco me fui metiendo yo también en esta sinergia que absorbe como la gravedad cuando caes de la roca.

El autor en "Simpatía por el diablo".

El autor en «Simpatía por el diablo».

En 2014 comencé un entrenamiento planificado. Había días en los que ni siquiera escalaba y los dedicaba a hacer dominadas con peso para fortalecer los dedos que sentía que se estiraban como un caucho a punto de romper. Con un amigo comenzamos a ir todos los miércoles a Las Chilcas. Él me motivó a probar “Simpatía por el diablo” y quedé enamorado de la vía. Los pegues no eran un baile fino, un ballet en el que los pies a duras penas parecen tocar el piso, como los que se pueden encontrar en vías del Arrayán, donde cada movimiento es delicado y preciso. Los pegues eran una lucha.

La vía comienza por una sección de alrededor de 5.12 con movimientos largos que hacía con rabia. En el medio de la ruta de alrededor de 20 metros se llega al crux, siete pasos de regletas –que todavía me sé de memoria aunque no los he probado en más de cuatro meses-, donde cada posición de los pies o de los dedos influían en si lograba un paso más o uno menos. Tras eso, hay una sección fácil hasta las cadenas. Cada pegue me absorbía la energía como si hubiera corrido 100 metros a toda velocidad o hecho un campus interminable hasta caer.

Tras varios días de trabajo todo se resumía a los siete pasos del crux. Agarraba la pinza con la mano derecha, acomodaba los pies para hacer un giro de rodilla con mi pierna izquierda y tomaba una regleta para chapear. Luego, otra pinza con la mano derecha, una regleta lateral de un centímetro con la mano izquierda y caía. Gritos, puteadas… Si hacía el crux sentándome antes, lo conseguía sin problemas, pero había algo que no me dejaba encadenarlo desde abajo.

Las semanas fueron pasando y todos los miércoles íbamos a Las Chilcas y, todos los miércoles, se repetía el ritual. Mi amigo ya la había encadenado en pocos intentos y la subía cada vez que íbamos; la escalaba poniendo las cintas, dos veces en un día y encadenó todos los doces del sector mientras yo seguía intentando.

Una de las últimas veces que fui la frustración se había acumulado como una torre de bloques mal puestos. Mi cara cambiaba cada vez que caía y ya no quería estar ahí, en la roca. Mi cordada se dio cuenta y me dijo algo que me trajo de vuelta a los días en los que escalaba en Suesca. Me dijo que disfrutara la escalada, que era una ruta increíble y que cada pegue tenía que disfrutarlo al máximo, que me estaba cayendo solo por pensar que era un 5.13.

Dejó de ser una lucha. Los siguientes pegues sentí que volaba de un agarre al otro y que por fin mis pies comenzaron a deslizarse por la roca. Conseguí pasar una sección del crux en la que cruzaba agarrando dos regletas donde apenas cabía la punta de mis yemas. Me quedaba solo un paso para llegar a la sección fácil y caí. Ya no me importaba, la escalada era todo lo que quería, un extraplomo leve, crux de regletas, estar en la roca, ver a los cóndores, comer pan con palta…

Luego, como en una tragedia griega, conseguí trabajo. El entrenamiento se redujo, los días de roca desaparecieron y la lectura de la ruta que podía repetir en mi cabeza se fue difuminando, un año más sin conseguir el 5.13. Tal vez en 2015 lo logre o tal vez no.

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